dimecres, 26 d’octubre del 2011

Recogía conchas en aquella playa que tanto le recordaba a él. Las seleccionaba por su tamaño, color y variedad, nunca había dos iguales ni similares. Luego, las guardaba en un tarro de cristal que tenía desde pequeño y donde estaban todos sus sentimientos representados por conchas inertes y hundidas en el agua de mar, que él mismo se encargaba de rellenar. Desde que le dejó, el tarro estaba seco, con la sal pegada en las paredes interiores del cristal. Quizá podría rellenarlo con sus lágrimas, al fin y al cabo tenía demasiadas. Cuando empezaron decidió llenarlo de agua hasta arriba, él sería el agua que mueve sus sentimientos. Luego se quedó vacío, sus sentimientos estaban en calma.

Hoy recoge piedras de tonos rojizos para rellenar una pecera que le regaló su mamá. Cada piedra que reposa en el fondo de la pecera significa un error que no ha cometido, sino que otro lo ha hecho por él. Ha puesto una planta dentro para alegrarse cada vez que deja una piedra. Aunque empieza a marchitarse y está pensando que tal vez una planta acuática iría bien. Pero al nivel experto que el resto comete errores, la planta se quedaría sin agua rápidamente. Mejor no.

Acaba de llegar a casa y ha dejado la última piedra rojiza que ha encontrado en el mar. Mira de pasada el tarro de cristal y se da cuenta que una cochinilla había entrado dentro y había creado su propio hábitat. Algo había decidido vivir en sus sentimientos más profundos y era uno de esos bichos que cuando los tocas se convierte en bola. No sabe qué hacer con la cochinilla.

Finalmente, decide unir al pobre insecto con la planta, a ver si se cuidan mutuamente. Coge el tarro con todas sus conchas, y sus sentimientos, lo rellena de arena y lo tira mar. La lanza lejos, tan lejos para que no pueda volver a la orilla. Ahora todos sus sentimientos tienen quien les acune y mece. Las olas.

diumenge, 23 d’octubre del 2011


Ahora simplemente me dedico a escuchar el sonido de las hojas al caer de otoño. Escuchar el crujido incesante y silencioso de encogerme con cada mirada suya, a cada palabra. Él era una hoja seca de álamo que un día de primavera se posó sobre mi rodilla mientras leía en un banco solitario en un paraje no muy lejano a mi playa. Era una hoja especial, porque había marchitado en primavera, y porque no son comunes los álamos cerca de la playa. Vuelvo a sonreír ahora que le recuerdo llegar con un gesto vivaz y unos ojos tan profundos como el lugar de donde salen mis lágrimas. Pensar las horas que dediqué a pasarlas con él se me hacen una vida derrochada entre conversaciones y amor no compartido.

En el momento que vi sus brazos rodeando otro cuerpo, más delgado y enclenque que el mío, sentí derretirse la coraza de hielo que con tanto esfuerzo logré construir. Se derritió en menos que duró su abrazo, y algo me golpeó de manera rotunda y sin tiempo a reaccionar. Todavía duele y provocó un hematoma importante que tardará en desaparecer. Un gesto que traspasó demasiados sentimientos, demasiadas horas pensando en él...

La hoja soy yo ahora, pero de sauce llorón. Me di cuenta que nunca me amará, y nunca lo hizo, simplemente quiso quedarse entre las hojas de mi libro, quedarse entre el fleco de mi bufanda azul de lana.